Víctor Fernández Alves
Mi nombre es Víctor Fernández Alves y nací el 11 de octubre de 1992 en Camariñas un pequeño pueblo de la Costa da Morte. Supongo que mi afición a la literatura nace de mi madre en los momentos que me leía pequeños relatos antes de dormirme. En cuanto pude, empecé a leer por mí mismo y a explorar nuevos textos y en algún momento que no recuerdo continué la progresión y decidí ser también quien escribe las historias. De momento, sigo intentándolo, pero sobre todo disfrutando de cada párrafo.
A día de hoy me dedico a la redacción de textos en páginas web y redes sociales. Tengo publicado un poemario en lengua gallega que se llama “Notas a pé de barra” y he participado en la revista literaria Visor con el relato “A escondidas”, así como en distintos medios como el “Nós diario” con artículos de opinión. También me he sumergido levemente en el mundo radiofónico recientemente junto a un amigo con un podcast al que hemos llamado “Estrelados na Estratosfera”.
División azul
Me dijeron que me darían un fusil nada más llegar al frente, y desde entonces me miro al espejo a diario, intentando imaginarme con un arma así en las manos. Actúo como si ya lo tuviera: me posiciono para disparar, aprieto un gatillo inexistente y simulo el retroceso en mi hombro. Pensaba que así me acostumbraría a esa imagen y me resultaría cada vez menos ridícula, pero la estrategia falla por completo, porque ocurre todo lo contrario. Cuanto más hago ese teatro, más locura me parece todo, y si sigo adelante es porque no tengo alternativa. Es la única solución para poder casarme con mi prometida, Gala, y formar una familia.
Madrid está completamente en ruinas y no hay trabajo. Lo comprobé personalmente llamando a todas las puertas dispuesto a aceptar lo que me ofrecieran. Hubiera dicho sí a cualquier cosa, Dios sabe que lo habría hecho. Por desgracia, no apareció nada. La gente no tiene ni para sí misma, mucho menos para darle trabajo a un hombre desesperado y desnutrido como yo. Las cartillas de racionamiento apenas dan para subsistir y la mayoría sobrevive como buenamente puede. La guerra destruyó todo a su paso y ahora tenemos que irnos a otra para reconstruirlo desde cero.
Después de intentarlo todo me alisté en esta brigada. Me dieron cartillas de racionamiento extra nada más firmar los papeles. Con ellas podrán alimentarse tanto Gala como mis suegros durante todo el tiempo que esté en el frente. Buscan que no nos preocupemos de los nuestros mientras corremos por el barro, que estemos centrados en disparar al enemigo para ganar la guerra. A mí me dan igual las balas o su destino, solo veo que los míos podrán comer pase lo que pase y tal y como están las cosas, no es poco.
También me dieron el uniforme que debería llevar durante mi viaje en tren. Consiste en unos pantalones, unas botas, una camisa, y un chaquetón todos completamente negros que me hacen parecer un cuervo cada vez que me los pongo. Por lo menos la tela se la ve de buena calidad y notas que es resistente y cálida. Me imagino que es así porque será la ropa que llevaremos en el campo de batalla, así que en este tiempo intenté sentirme lo más cómodo posible con ella y me la puse a diario cada vez que me miraba al espejo y hacía el numero completo del fusil.
Gala intentó que el chaquetón fuera más bonito cosiéndole en el pecho un blasón con la forma de una montaña que acaba en el mar, una ladera muy empinada con árboles por todas partes y al fondo unas pequeñas olas que bañan su pie. Yo siempre me he imaginado viviendo en un lugar con un paisaje así. Es uno de los sueños que comparto con Gala y por eso me lo cosió. Me dijo que cuando me quedara sin fuerzas lo mirara para seguir adelante.
Cuando firmé los papeles me dijeron un lugar y una fecha: la estación de trenes de Atocha el 24 de junio y, ese día es hoy. Hace unos meses, mientras firmaba el contrato con la brigada, esta fecha se me antojaba inalcanzable. Estaba en el calendario, pero parecía que jamás llegaría. No tengo nada claro que se me pasó por la cabeza en aquel momento, supongo que solo vi las cartillas de razonamiento al alcance de mis manos. Nada más. El resto era algo aún por concretar, un elemento etéreo demasiado alejado de mí como para preocuparme. Sin embargo, aquí estamos en el coche de mi suegro de camino a la estación.
Durante los primeros kilómetros, nadie dijo nada en el coche. La tensión en el ambiente era prácticamente palpable y yo quería romperla. Pensaba en cómo hacerlo, sobre todo para que Gala se sintiera un poco mejor. Si me veía con ánimo, podría tranquilizarse, aunque solo fuera por un breve momento antes de que me marchara. Soy consciente de su situación. Me voy a ir a Rusia, a una guerra en la que no se nos ha perdido nada y donde podría morir, una realidad que, queramos o no aceptar, es la más probable. En todas las guerras, la mayoría de los soldados se quedan en el campo de batalla, y los que no, no suelen volver en uso de plenas facultades. Y mientras, ella se quedará en casa sin la posibilidad de hacer absolutamente nada. Solo podrá esperar y rezar con todas sus fuerzas, y, seamos sinceros, yo ya he rezado antes para encontrar algún trabajo, y no me ha ido bien, que digamos.
Por mucho que pensara, no se me ocurría nada que decir. Estaba paralizado por el miedo. Me sentía fuera de mí, como si mi cuerpo no me perteneciera del todo, como si alguien estuviera jugando con él y yo no pudiera hacer nada por remediarlo. Me sentía completamente impotente ante la realidad que me tocaba vivir. Miraba a Gala e intentaba sonreír. Estaba seguro de que debía parecer un loco con aquel gesto forzado. Por suerte ella no me devolvía la mirada, no recordaba que lo hubiera hecho ni una sola vez desde que nos subimos al coche.
Estaba a punto de derrumbarme cuando mi suegro tomó las riendas de la situación y empezó a hablar de la estación de trenes.
– ¿A que no sabéis como se llamaba antes la estación a la que vamos?
– Arsenio, no es momento para tus juegos.
– Vamos Maribel, es solo una curiosidad y nos vendrá bien distraer la mente por un momento.
– Tu siempre pensando en distraer la mente. Se serio por un momento, Arsenio.
– Tranquila Maribel, creo que Arsenio tiene razón, deberíamos distraernos, nos vendrá bien – dije – yo no tengo ni idea don Arsenio. Pensé que siempre se había llamado estación de Atocha.
– Pues no. Ese nombre se lo pusieron hace un par de meses. Lo que pasa es que la gente la lleva llamando así desde hace unos años. Antes era una empresa privada la que llevaba la gerencia de la estación, pero ahora ha pasado a manos del Estado y le han puesto oficialmente el nombre de Atocha.
– Y, ¿Cómo se llamaba antes?
– Estación de medio día.
– Nunca lo había oído.
– Si, por eso se lo cambiaron… aunque si soy sincero a mí me gustaría otro nombre diferente, un tercero por así decirlo.
– ¿Qué nombre le hubiera puesto don Arsenio?
– Estación de media luna.
– Ese sí que sería un buen nombre. Me gusta. Deberíamos usarlo para algo, no le parece.
– No lo sé. ¿En qué lo podríamos usar?
– Que le parece una nueva editorial. Podríamos…
– Manuel, no queremos más imprentas en esta familia. Con una nos ha sido suficiente.
Maribel era tajante en algunos temas y las editoriales siempre fueron uno de ellos. Antes de la guerra, mi suegro regentaba una con sede en el centro de Madrid. No tenía un gran número de autores en su nómina, tan solo unos cuatro o cinco que le eran completamente fieles y eso era bastante. Confiaban en Arsenio porque no intentaba engañarlos. Parece algo básico, algo que está en la base de cualquier acuerdo de trabajo. No obstante, en el mundo editorial no abunda. La mayoría de las editoriales veían al autor como un incordio una vez tuvieran la obra en sus manos. Arsenio era todo lo contrario e intentaba implicar a los autores en la edición, distribución y ventas. Tenía en consideración lo que ellos le sugerían. También tenía su genio y a veces daba alguna bofetada de realidad a los autores, pero nunca más de lo necesario y por eso lo respetaban.
Cuando comenzó la guerra civil, los libros pasaron a un segundo plano, si no a un tercero. La gente necesitaba otras cosas mucho más acuciantes como la comida. La editorial dejó de dar dinero, algo para lo que Arsenio estaba preparado. La familia subsistió durante la guerra como cualquier otra, pensando en recuperar el negocio en cuanto se firmara la paz, pero eso no fue posible. En cuanto el nuevo régimen obtuvo el poder cerró la gran mayoría de editoriales e imprentas incluida la de Arsenio, a pesar de que esta no tuviera ningún contenido ideológico. Desde entonces, por lo que me ha dicho Gala y he presenciado yo, Maribel no quiere oír hablar más de editoriales.
– Oye Arsenio. ¿Qué modelo de coche dices que es este?
– Un modelo T. Es un coche americano. No lo podía tener cualquiera cuando lo conseguí.
– Se que ya me has contado la historia, pero podrías volver a contármela. Me gusta y sé que a Gala también – esta vez la miré sonriendo de forma sincera y ella consiguió responderme del mismo modo.
– Sí papa, cuéntala, nos animará a todos. Lo necesitamos.
– Está bien. Resulta que un americano, que era un escritor muy famoso, estaba por España luchando en la guerra civil…
Dejé de prestar atención a la historia. Me la sabía de memoria. Era una de esas narraciones de dudosa veracidad propias de mi suegro. Tenía una innumerable cantidad de ellas. Cuando las contaba desprendía cierta energía que calaba en el ambiente. Él siempre acababa siendo el héroe que salvaba la situación de una pobre celebridad en apuros. La del coche era especialmente graciosa. Trataba de como Arsenio libraba a Hemingway de la muerte al regalarle uno de sus calzoncillos. Al parecer, al pobre Ernst le robaron la maleta mientras dormía y se quedó sin ropa interior. Tenía una cita muy importante ese día con el embajador americano y no podía presentarse ante una autoridad de ese calibre sin llevar ropa interior. Por suerte, Arsenio estaba por la zona y llevaba un par de calzoncillos limpios en su maletín. Se los ofreció a Hemingway y este aceptó con la condición de que le devolvería el favor y Arsenio no podría negarse. Unos meses más tarde, Hemingway hizo traer un modelo T recién salido de fábrica a Madrid y se lo entregó en persona. Yo no sé cómo lo hace, pero él lo cuenta con una gracia que no se puede igualar y, la verdad, te acaba importando muy poco si la historia tiene alguna base en la realidad o no cuando los escuchas hablar de ese modo.
En esos momentos yo tenía algo más importante que hacer: mirar a Gala. Me sentía completamente como un tonto. Estaba allí, sentado en el coche que el mismísimo Ernst Hemingway le había regalado a mi suegro, mirando furtivamente a la mujer con la que esperaba casarme. Sentía la necesidad de memorizar su sonrisa. Con la historia se había relajado y miraba al frente en dirección a su padre. Yo seguía sin sentirme dueño de mi cuerpo, aunque ahora era de un modo totalmente diferente. Había una extraña fuerza que me impedía girar la cabeza mientras dibujaba una y otra vez la cara de Gala. Recordaba momentos en los que era yo el que provocaba una sonrisa como la que tenía ahora mismo.
Ella no se dio cuenta de mi situación hasta que mi suegro acabó con su historia que casualmente coincidió con nuestra llegada al aparcamiento de la estación. Yo seguía completamente entumecido. Anteriormente la sonrisa forzada me había hecho parecer un loco, ahora no tenía ni idea de lo que debía representar mi cara. Había perdido el control de mis músculos por completo. Gala me miró un instante y alargo la mano hasta mi barbilla. Presionó hacia arriba y noté como mi boca se cerraba un poco, pero no del todo. Entonces se acercó para darme un beso.
– Eh, esas cosas solo las hace la gente casada.
Maribel siempre estaba ojo avizor y Gala canceló el beso.
El aparcamiento está repleto de coches. Supongo que la gran mayoría serán de familias que vienen por el mismo motivo que nosotros: uno de sus hombres se va a la guerra y los demás se quedan aquí, volverán a sus casas y esperarán sin poder hacer nada. Algunos de nosotros regresaremos y esos coches estarán aquí para recogernos. Otros… no quiero pensarlo. No puedo volver a quedarme petrificado sin saber que decir, necesito que Gala siga de buen humor. Por un momento pienso que sería mejor que ellos se quedasen en el coche. Dejar la despedida en suspense con ese intento de beso. Me parece una buena manera de montarme en el tren. Viajaría con la permanente sensación de que algo ha quedado inconcluso y de tener la obligación de volver a casa para acabar con ello. Siempre a unos centímetros de Gala sin llegar a rozar sus labios hasta regresar a Madrid. Una imagen demasiado romántica que me hace sentirme como un tonto de nuevo, así que la borro de mi mente de inmediato.
Recojo mi bolsa y noto el poco peso de las pertenencias que lleva. Mucha ropa interior de recambio (consejo de mi suegro por lo que pudiese pasar), mi gorro de lana, una bufanda que me hizo Gala durante las últimas semanas, mis guantes de piel con forro, un par de botas de repuesto, una cantimplora… no sabíamos que necesitaré allí e hicimos el bolso como si me fuese de acampada. Fue todo muy improvisado, ninguno de nosotros ha estado en una situación así y, en estos casos, uno siempre recurre a lo que conoce.
Me cuelgo el bolso a la espalda y comenzamos a andar entre los coches aparcados. Mis suegros van delante indicando el camino. Arsenio estuvo aquí en varias ocasiones y conoce la estación. Para mí y para Gala es la primera vez. Yo ni siquiera he salido de Madrid en mi vida. Nací y crecí en el mismo barrio y cuando mis padres murieron durante la guerra, me busqué la vida y tuve la suerte de caer en el barrio de Gala. Ahora salgo por primera vez de la capital a la fuerza y sin tener nada claro que vaya a volver.
Nosotros vamos atrás siguiendo la estela de Arsenio. Siento como Gala me acaricia el brazo mientras busca mi mano. Lo recorre por completo avanzando desde el codo hasta la muñeca y después entrelaza sus dedos con los míos. Entonces me da un pequeño tirón y me giro sin dejar de andar. Ella también se gira y me da un beso rápido. Si Maribel no estuviera aquí…
Cerca de la entrada principal me fijo en uno de los coches. Dentro hay dos mujeres y de pie junto al maletero dos hombres. Uno de ellos es claramente más joven que el otro. Supongo que serán un hijo y su padre. Otro soldado a la fuerza. Prácticamente está llorando y su padre trata de consolarlo, aunque él también está a punto de romper a llorar. Calculo que el hijo no puede tener más de dieciséis años y las mujeres que están dentro deben de ser su madre y su hermana. No soporto la imagen y dejo de mirar mientras entramos en la estación.
La puerta es inmensa. Miro hacia arriba y apenas alcanzo a ver dónde acaba. Podría pasar por ella un camión de la SEAT sin ningún problema. El interior está a la altura y ante nosotros se abre una explanada enorme repleta de personas. Todas se agrupan de tres en tres o cuatro en cuatro. Hablan los unos con los otros. La mayoría está llorando. Apenas hemos salido de una guerra para adentrarnos en otra. Nadie se merece este castigo.
Buscamos un poco de espacio, un lugar en el que haya menos gente. Andamos durante unos minutos y vemos que es imposible. La explanada, a pesar de su gran tamaño, está completamente llena. Nos conformamos con un rincón pequeño donde tengo claro que debo hacer reír a Gala.
– Volveré, ¿vale? te lo prometo. y traeré un copo de nieve de Rusia. No sé cómo podré hacerlo, pero lo haré. Seguro que allí la nieve es diferente a la que tenemos nosotros aquí. A lo mejor es de otro color. Verde o azul. Yo apuesto por el azul. ¿Tú?
– Déjate de bromas…
– Vamos. Escoge un color y veremos quién acierta.
– No sé.
– Solo déjate llevar.
– Naranja.
– ¿Naranja? ¿estás segura?
– Cállate.
– Tú sabrás, es tu apuesta.
– Tú vuelve para contármelo.
– Eso hijo, lo que importa es que vuelvas sano y salvo. Y eso ocurrirá. Nosotros te estaremos esperando, ¿verdad Maribel?
– Virgen María protege a este joven de las desgracias de la guerra, las balas, las explosiones, la bebida…
– Eso creo que es un sí.
Miro a Arsenio y él me extiende la mano. Se la estrecho con fuerza. Intento que sienta confianza con este gesto y espero que eso le haga mantener la esperanza de la familia durante el tiempo necesario. Siento el impulso de abrazar a Maribel, pero sigue rezando entre murmullos y no quiero interrumpirla. Me acerco a Gala y aprovecho la relativa ausencia de Maribel para darle un beso de nuevo. Lo disfruto cuanto puedo sellando el recuerdo todo lo posible. Será una buena imagen a la que recurrir en los malos momentos. La abrazo y noto como empieza a llorar. Es el momento de irse.
Recojo mi bolsa y comienzo a caminar en dirección a uno de los revisores. Le enseño el billete que me dieron el día de la firma del contrato y girándose levemente a la izquierda señala uno de los vagones. Le doy las gracias. Decido no mirar atrás mientras camino, principalmente por dos razones: una, no quiero ver a la familia mientras me alejo, y dos, tengo miedo de empezar a llorar y que me vean así. Aumento el ritmo de mis pasos hasta llegar al tren para sacarme esas ideas de la cabeza.
En el billete se marca con una letra y un número el asiento que te corresponde. 14S pone el mío. Lo busco mientras camino por el pasillo. Hay unas chapas metálicas en la zona de las maletas que nombran cada uno de los lugares. El mío está casi al fondo y me toca junto a la ventana. Pongo mi bolso de viaje en la repisa y me siento. No me apetece mucho, pero decido mirar por la ventana. Veo a Gala acercarse esquivando a gente que también busca a sus seres queridos. Pongo mi mano en el cristal y ella hace lo mismo cuando llega.
No decimos nada, aunque podríamos escucharnos perfectamente. Solo estamos allí parados con nuestras manos una en frente de la otra separadas por un cristal. No sé cuánto tiempo pasamos así. Por un instante me parece una eternidad, un momento que nunca se acabaría. Es mi mayor deseo en toda la vida. Acto seguido suena el mensaje que advierte de la salida del tren por la megafonía. La eternidad se había acabado. Gala me dice que me quiere. Yo le digo que volveré a casa. Y entonces, el tren acelera y la pierdo de vista.
Miro el vagón por primera vez y veo que está completamente lleno, pero nadie se mira a la cara. Todos tienen la cabeza baja, algunos lloran e intentan tapar las lágrimas con las manos. Una y otra vez la misma ropa en cada uno de los asientos y en un momento recuerdo el blasón que me bordó Gala en la solapa del chaquetón y alzo la mano para agarrarlo con todas mis fuerzas mientras veo Madrid cada vez más lejos.
Aclaraciones
La división azul fue una unidad militar formada por voluntarios que surge en España después de su guerra civil. Esta buscaba ofrecer apoyo al ejército nazi en la segunda guerra mundial, concretamente en el frente soviético. Se disfrazó, y aún a día de hoy se sigue disfrazando en algunos círculos, de un elemento espontáneo que nace del fervor anticomunista de sus integrantes. Sin embargo, existen documentos que señalan su origen en una exigencia de Adolf Hitler a el nuevo gobierno franquista. Durante la guerra civil española el bando sublevado recibió armamento y apoyo táctico por parte del tercer Reich y llegado el momento Hitler exigió el pago de este favor. Sea como fuera, la apariencia de unidad militar formada por voluntarios permitió al régimen franquista mantener su posición neutral en la segunda guerra mundial mientras ayudaba a sus pares ideológicos europeos.
De este modo, aunque la mayor parte de los integrantes de la división azul fueron falangistas, cuya ideología coincidía con el nazismo, se calcula que una décima parte, unos 4.700 soldados, estuvo conformada por republicanos. Muchos de ellos se alistaron para ganarse el perdón del régimen evitando duras penas de cárcel y tortura. Otros para desertar una vez pisado suelo ruso. Pero para algunos, como es el caso de nuestro protagonista, la motivación principal fue el sueldo que ofreció el ejército alemán junto con el sustento que el gobierno franquista daba a sus familiares mientras estuvieran en el frente.
En el relato en vez de dinero el protagonista habla de cartillas de racionamiento. Esto se debe a que durante los primeros años del franquismo (hasta 1952 aproximadamente) la gran escasez de alimentos y productos de primera necesidad hizo que estas, junto con el mercado negro, fueran el principal medio para que las familias pudieran conseguir lo necesario para vivir.