Melissa Alvarado Sierra

Melissa Alvarado Sierra (Cayey, Puerto Rico, 1981) es poeta, narradora y periodista. Sus escritos han sido publicados en The Caribbean Writer, Santa Rabia Poetry, Puerto Rico Review, Revista Kametsa, Orion Magazine, Atticus Review, Catapult y The New York Times, entre otros. Es autora de La narrativa activista de Rosario Ferré (McGraw-Hill España, 2020) y coeditora de rhizomag, una revista literaria bilingüe enfocada en el duelo, la memoria y la transformación. Cuenta con una maestría en literatura hispánica de la Universitat de Barcelona, un MFA en escritura creativa del programa Mountainview, y realiza estudios doctorales en literatura caribeña en el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe. También fue becaria del Book Project de Lighthouse Writers Workshop en Colorado. Trabaja en su primer poemario y en una novela autobiográfica.
Cercadillo
A la piedra del Collao llegué.
Sacudí los zapatos, aún húmedos de barro,
y me senté en el tope
a conversar con el campo.
Me enamoré del flamboyán,
del riachuelo más abajo,
de la neblina que bajaba
al filo del mediodía.
Y me quedé.
Un toro de ojos rojos
merodeaba por allí.
No le tenía miedo.
Era él quien me temía a mí:
a mis delirios de niña salvaje,
a cómo detenía el tiempo
con un simple lápiz.
Las palabras comenzaron
a desprenderse sobre esa piedra.
Por primera vez,
las historias se dejaron escribir.
Se grabaron en los márgenes,
se instalaron entre las sienes,
se escondieron en la libreta Jean Book
desde el noventa y pico.
En la contraportada,
dibujé al toro de ojos rojos.
Fue testigo de una bravura:
la de una niña del monte
que no sabía temer.
Montaña de azúcar
No te dejaron quedarte,
y años después lo sigues soñando,
con los pies hundidos en la arena dorada
y los multicolores en el pecho.
La salida se alarga entre cañas secas,
un zumbido de abejas y viento caliente.
Aún recuerdas el sabor pegajoso
de la infancia sin reloj,
los veranos sin fin
donde nadie preguntaba
cuándo partirías.
Pero creciste.
Todo se mueve,
la isla, el tiempo, la marea.
Los rostros cambian como las sombras en la plaza,
Las risas quedan atrapadas en el patio de Cayey
donde alguna vez fuiste niña.
Te dijeron que no se puede regresar,
que la montaña de azúcar se derrite
cuando la miras demasiado.
Pero aún sientes su peso en la lengua,
el residuo dulce de algo que fue
y que, de algún modo,
siempre será tuyo.
Las curvas
En la guagua,
yo era la que contaba las curvas.
Una, dos, tres,
hasta que se me quitaran las náuseas.
Decía que las nubes eran casas flotantes.
Que las vacas saludaban.
Que los niños en los patios sabían los secretos
del monte.
Mi mamá conducía
con la mirada quieta,
como si el camino le hablara
antes de doblar.
Las casas, torcidas,
parecían sostenerse con rezos,
al borde de caer hacia un mar
que no se veía.
Había niños jugando al esconder,
y mi mamá detuvo la guagua
frente a una casa azul
sin decir una palabra.
Yo bajé.
Corrí con ellos entre los arbustos,
me escondí detrás de un tanque de agua,
cerré los ojos
y el mundo se detuvo.
El sol se quedó colgado en el mismo punto.
Las hojas dejaron de moverse.
Nadie interrumpió. Nadie creció.
Todo se sostuvo en el aire,
como una respiración contenida.
Lo hice para no llegar a casa tan pronto.
Para quedarme niña
un poquito más.
El jardincito de Mercedes
En su pequeño refugio,
bajo un delantal iluminado,
las flores le hablan:
hibiscos rojos,
margaritas blancas,
orquídeas moradas
que revelan misterios
sólo ella entiende.
Yo la observo
desde mi banquito bajito,
con las manitas grasosas
de rellenos del Chévere,
una Malta India,
y cremitas de postre.
No digo nada.
Respiro su jardín.
El orégano brujo,
el cilantro,
la albahaca fresca
perfuman el viento.
Los destellos del sol la abrazan.
Ella suelta una risa cayeyana,
como si las flores le hicieran cosquillas.
Ahora soy grande.
Y aunque ya no estés, abuelita,
tu amor sigue floreciendo
en cada sueño,
en cada pétalo,
en cada perfume que me encuentra
de repente.
Te sigo observando.
Siempre.
En tu jardincito.