Marina Eiriz Zarazaga
Marina Eiriz Zarazaga (Sanlúcar de Barrameda, España, 2002) estudia Filología Clásica y Lingüística en la Universidad de Cádiz, donde es impulsora de la página web Tamarix Gaditana para la escritura creativa. Ha pronunciado el monólogo De prisioneros a lectoras en el evento TEDxCádizUniversity2022. Su «relato de bitácora» Ítaca son los Clásicos se ha publicado en el Boletín del nº 164 de la Revista Estudios Clásicos de la SEEC, y su texto de inspiración cervantina Escritura andante se incluye en el segundo número de la Revista de Creación Literaria Ala Este.
Carta de una lectora
Querido Rainer:
No tengo ni idea de dónde está, ni de si todavía me recuerda. Pero así soy yo: un día me escribió en una carta que puedo dirigirme a usted siempre… «No deje de contarme sus cosas y, en especial, aquello que la turbe. Aun si tuviera que dejar pasar días sin contestarle, yo recibo siempre con atención y afecto lo que quiera que usted me confíe, Anita». ¿Se enfada conmigo porque le escribo aquí esto, a tantos años de distancia? Oh, pero yo sigo esforzándome mucho con la vida. Y sé que usted también, porque me enseñó a hacerlo: a esforzarme en los matices. ¿Recuerda? «La vida radica en el cómo, en el matiz. Y para los corazones que han tenido ocasión de descubrirlo y ya no pueden atenerse al zafio qué y saciarse con él, todo se pone en cuestión». Usted cinceló esta frase en mi corazón. Desde entonces no soporto el qué con el que tantos se bastan y sobran. Yo busco los matices, casi desesperadamente, casi en un intento de salvación. Y por eso me apeno cuando veo a los demás lanzarse, unos a otros, fechas, datos, cifras, justificando así páginas y conversaciones, como en una lucha de qués. Y sin embargo, a mí me fascinaría investigar los cómo. Claro que quizá eso no se llame investigación… ¿cuál sería la ciencia de los matices? ¿Sería acaso una ciencia? Esto le quería preguntar hoy, Rainer; esto quisiera averiguar yo. Porque a veces siento que justo estoy aquí para reflexionar sobre ello: sobre cosas en las que el común de los mortales no piensa.
¿Qué disciplina explicaría mi costumbre de tener conmigo siempre un libro de usted, bajo la almohada? Porque verá, Rainer, cuando los grillos cantan y la luna es una presencia inquietante, yo entonces deslizo la mano bajo la almohada hasta las hojas del libro, palpándolas con delicadeza y agradecimiento, y con los ojos cerrados repaso en la memoria los versos que están ahí escritos, que sé que están ahí… que son los únicos que no me defraudan. Y es hermoso, oh Rainer, es casi un prodigio de la vida cuando llega la mañana y me despierto, y levanto la almohada, y ahí está su libro, aunque un poco aplastado y con algún cabello mío arremolinado en su cubierta, y usted desde allí me da lo buenos días. Entonces doy gracias a la existencia de que sea ambigua y traicionera si es que así me brinda la posibilidad, la maravilla, de que todos los libros sigan conmigo cuando me despierto. Me asombro siempre de esto: algo que los demás ven tan simple, tan obvio… Pero a usted se lo puedo decir. Usted comprende que el amanecer no es solo levantarse y continuar. Yo sé que cada día empezamos. Y creo de verdad, Rainer, que el mundo no avanza porque se nos hace creer que no ha habido noche, que no venimos del sueño, que no hacemos más que continuar… metidos en un carro imposible de detener para meditar si este es el camino que hemos elegido y si aquella es la meta que deseamos. Tengo muy grabado dentro de mí lo que usted me escribió sobre el recomenzar: «En la vida uno nunca habrá despertado en sí la sensación de inicio suficientes veces. Para ello son necesarios muy pocos cambios externos, porque resulta que el mundo lo cambiamos desde nuestro corazón. Tan pronto como este quiera ser nuevo e inconmensurable, aquel será como en el día de su creación, además de infinito…» Rainer, mi corazón quiere siempre ser nuevo. Cada carta mía es una férrea intención de recomenzar… porque cuando escribo me descubro henchida de posibilidades, como un amanecer.
¿Ve usted algún rayo de luz entre tanta tinta negra que le escribo? ¿Ve usted una salida del túnel, Rainer?
¿O somos dos buscadores con antorchas en la noche cerrada?
Permítame decirle que somos dos… Permítame tenderle mi mano. Permita que tome su mano. Sólo la vi una vez, en aquella lectura poética, acompañando a los versos que sus labios pronunciaban tan quedamente… Ahora mi recuerdo la imagina delicada, amable, blanca como una rosa de invierno antes de enrojecer. ¿Qué hacen sus manos ahora, Rainer? Me permito devolverle la pregunta que me hizo una vez. Quizás sería todo más amable si hablásemos, cada uno de nosotros, con las manos entrelazadas a nuestro interlocutor… ¿Ve usted? Esto es el cómo: estas pequeñas, inocentes, hermosas fantasías…
En fin, Rainer, esta es sin duda la carta más larga que ha recibido de mí, y a pesar de eso, aún no he escrito la palabra que, desde el comienzo, revolotea por mi mente como una mariposa (¿hay mariposas en su refugio, Rainer? Dígales que me traigan sus recuerdos…). Una palabra que resuena en mí cada vez que pienso en esa supuesta ciencia de los matices… y que es acontecimiento y transformación y asombro. «Dichoso yo, que puedo seguir asombrándome de nuevo… tal es mi más auténtico quehacer: ni más ni menos que la norma de mi naturaleza». Quizás sin saberlo, Rainer (aunque sin duda cada fibra de su ser vibraba sabiéndolo), al escribirme aquello usted me definió la verdad más profunda de la Literatura.
Esa es la palabra a la que me lleva mi amor y mi búsqueda. De verdad que yo no comprendo cómo puede haber especialistas de la literatura… ¿hay acaso especialistas de la vida? La literatura es una actitud vital; escribir y leer son los hábitos que la modelan. Esta es la única convicción a la que me llevan todas mis dudas, y con pleno convencimiento la escribo aquí, como una máxima que me guía. Sé que usted también la comparte. Porque usted confía en el lenguaje literario; y es tan extraño encontrar esta confianza hoy… Conozco no a pocos escritores, Rainer. Escriben… (oh, un inciso para apreciar esta palabra, hermosa en forma y sonido, que tantas veces está dibujando mi mano en el curso de esta carta, y que es tan parecida a la felicidad…), escriben poemas y luego se bajan de la escritura, le quitan las riendas y la abandonan en la cuadra hasta el día siguiente a la misma hora. Yo los miro de lejos sabiendo que jamás se me ocurrirá escribirles una sola carta como esta. Ah, Rainer, de verdad que ahora mismo me desespero por la imprecisión del lenguaje. ¿No lo ha sentido usted también, alguna vez? Cada palabra debería venir con su propia serie de matices, una escala desde la verdad a la falsedad; así yo llamaría a usted poeta en el grado más alto de la sinceridad y del asombro. Nadie me puede explicar el sentir literario que descubro en cada línea de usted, cuando recibo su hermosa caligrafía cursiva, tan bondadosa… y tan necesitada de cariño, Rainer, soy sincera. Sé que no se me va a molestar. Yo misma, desde mi humilde condición y convicción lectora, intuyo que se escribe para buscar… cariño, consuelo, amor. No sé si en todas las artes será así; en la literatura, lo tengo claro. Una labor tan melancólica como la de capturar el gesto y la mirada que pasó, y ponerle palabras, y atesorarlas en una página para quienes vendrán… ¿por qué se hace sino para buscar amor? Me encantaría poder asomarme, aunque solo fuese por la mirilla, a uno de sus momentos de absoluta soledad y creación. ¿Cómo se inclina usted ante el escritorio, cómo se curva su espalda sobre el papel, cómo abraza su mano la pluma? ¿Se mancha los dedos de tinta, suspira y se levanta, pasea por la habitación? ¿Sus ojos celestes (recuerdo muy bien que son celestes, profundos, como dos manantiales de montaña) deslizan su mirada sobre el jardín del castillo… o en realidad no ven nada ahí afuera, sino que contemplan su mundo interior, buscando esa frase, ese verso, que se le escapa como una nube a la deriva…? Ojalá me llegase una carta suya con todos estos detalles… pero tal vez sea mejor seguirlos imaginando. De verdad que para mí es el más hermoso de los misterios, este de la creación literaria. Tengo que confesar que yo intento imitarlo a usted, un poco, al escribir estas cartas. Me imagino que soy poeta, escribo una frase, y pienso que la ha escrito usted. Entonces frunzo el ceño y me indigno conmigo misma, porque usted nunca habría empleado un lenguaje tan básico ni un ritmo tan monótono, y entonces tacho con energía y vuelvo a escribir otra frase, y así siempre, puliendo el estilo… ¿También hacía usted algo parecido, Rainer, cuando empezaba a escribir, cuando todavía era un muchacho desconocido, un gran lector cuya vida había quedado para siempre enredada en la belleza del lenguaje? ¿Pensaba usted entonces que era el autor de sus libros más admirados? ¿Tenía usted a un poeta que fuese su maestro, como yo le tengo a usted? Soy muy afortunada; podría decir como su Malte Laurids Brigge: «vea mi destino: yo, quizá el más miserable de los lectores, yo, un extraño, tengo un poeta».
Vea usted, Rainer, que no hago más que encadenar cómos, en mi huida de los qués. Y ya que pienso (usted me dirá si comparte mi intuición) que esa ciencia de los matices se llama Literatura, voy a intentar definir qué es para mí. ¡Menuda pretensión! Le ruego que me disculpe. Solo quiero ponerme a prueba (estoy convencida de que solo cuando nos enfrentamos con obstáculos y dificultades es cuando nos descubrimos).
Le diré que la literatura son gestos, miradas, instantes que no tenían palabras cuando sucedieron, o las tenían torpes, confusas, ininteligibles. El caso es que ese instante se perdió. Y vaya usted a saber por qué, hay seres que no soportamos esta fugacidad. Nos negamos a que el momento sea humo en la distancia… simplemente eso. De este sencillo pero inaplazable afán, esos seres se lanzan a un papel y hacen que el recuerdo atraviese su imaginación vestido de palabras, otorgándole una linealidad, labrando senderos para ese cúmulo de sensaciones que a cada paso querría bifurcarse y ser narrado de otra forma… y a medida que se escribe, ese instante vuelve, de una manera casi prodigiosa vuelve distinto pero infinitamente pleno, rebosante de sensaciones que no dio tiempo a sentir en un instante: bosques de pensamientos de los que sólo habían asomado los brotes… Y así vivimos. Realmente es un afán de transcendencia, la literatura, ¿no cree? Transcendencia de la vida en sí misma. Y por eso …
Una certeza acaba de cruzarme como un relámpago. Usted sabe mejor que nadie que no podemos saberlo todo, que hay sombras en la realidad que se nos escapan. Pues bien, si la muerte pertenece a uno de esos puntos de ceguera nuestros, si morir puede considerarse un estar de otro modo (me niego a resignarme que, en la eternidad, se anulen las diferencias entre no haber existido nunca y haber dejado alguna vez algún recuerdo en alguien sobre la Tierra)… Le ruego que no se ría de mí por lo que le voy a decir, o que al menos no lo haga inmediatamente, porque siempre algún tipo de verdad impulsa a las intuiciones. ¿No cree que la literatura podría ser ese lenguaje que vincula este modo de estar, con aquel otro que desconocemos? ¿Que las obras literarias construyen el mundo de la eternidad, ya en la propia existencia nuestra? Me parece una idea cautivadora… siglos y siglos temiendo, anhelando, diseñando y representando una supuesta otra vida, cuando resulta que estamos leyendo constantemente su lenguaje literario en esta vida. Y aunque no fuera así, Rainer, entenderlo de este modo me hace respetar la literatura como el supremo acto de solidaridad y esperanza. Significa que usted y yo podremos seguir siendo contemporáneos aún en otros tiempos. Y esto es maravilloso, porque esos otros tiempos serán, entonces, nuestros contemporáneos. Ya no tendremos que conformarnos con este aquí y ahora. Habitaremos otras circunstancias. No me pregunte cómo, pero tengo la certeza de que regresaremos de otra forma, con la misma esencia irremplazable, cada vez que alguien lo lea a usted y se agolpen en su espíritu mil anhelos que le llevarán a pergeñar unas frases, como hacía Anita Forrer…
Pero no me quiero poner transcendente cuando aún estamos aquí, cuando aún le estoy escribiendo a usted (¡a usted!). He aprendido que la literatura es amar el cómo y despreocuparse de los grandes qués; estos no nos permiten comprender la cotidianidad. Amar el cómo de cada instante… ver en un momento de la existencia el germen de una historia o un poema. ¿Qué digo? Es más aún: es saber que ese momento está pidiendo a gritos ser escrito; no se trata de una obcecación de algunos seres empeñados en atentar contra la fugacidad, no. Es un empeño del mundo, del propio mundo; pero lo oyen y atienden tan pocos… Como si el mundo gritara: «ahora os toca a vosotros seguir». La literatura culmina esta red de azares y casualidades que forman belleza en la vida. Ella nos permite ralentizar el instante, detenernos en un gesto, buscar su corriente subterránea. Por eso para mí la literatura no es, antes que nada, cuestión de palabras: es una actitud. Es estar dispuestos a escuchar las hermosas cadenas de instantes.
Permítame que ahora, antes de que se canse de mí (realmente es admirable su perseverancia en seguir leyéndome), que ahora intente cambiar la pluma por el pincel, para dibujarle, con mi limitada paleta de colores, algunos cómos… Me gustaría que los entendiera, cada uno, como la gota de rocío que tiembla y se estremece en la punta de un pétalo, oscilando, dejándose caer… pero yo la retengo. Porque literatura es usted pensativo, su figura erguida frente a su biblioteca, en una estancia del castillo que lo acoge mientras arrecia la lluvia contra los cristales. Acaricia el lomo de los libros, buscando el más idóneo para mi vigésimo cumpleaños… Encuentra Las Flores del Mal y me lo dedica con un hermosísimo poema: «Der Dichter einzig hat die Welt geeinigt, / die weit in jedem aureinanderfällt…» («sólo el poeta supo reconciliar el mundo / que en cada uno de nosotros se descompone y muere»). Sigo exasperando frente a mi impericia de escritora que fracasa en dar las gracias como usted se merece.
Otro cómo, otra gota de rocío a punto de caer, otro mundo que se descompone sin poeta: literatura es también su gesto paralizado cuando entra en la habitación y ve, sobre su escritorio, el telegrama con la hora de mi partida, y sus ojos que no logran atrasar el reloj, y su pensamiento que me imagina subiendo al vagón entre el vapor tras una última mirada en torno, algo desilusionada, porque el poeta no ha logrado llegar a despedir a su lectora… Literatura es su expresión concentrada, sustituida inmediatamente por la sorpresa ante el paquete con que el cartero tapa todos sus papeles y le obliga a retirar el tintero, y a continuación su sonrisa cariñosa cuando el aroma del bizcocho que le he preparado inunda la habitación….y literatura es usted abrochándose el abrigo y bajando al jardín a elegir los claveles que habrían de viajar hasta mi dormitorio, como ángeles caídos de sus versos…
Como ve, le narro escenas que usted me ha sugerido con alguna frase dispersa en sus cartas. Cada uno de esos instantes, que podrían haber sido una obra literaria, que ahora sólo pueblan el recuerdo, se irán conmigo cuando yo lo haga… ¿Los escribirá usted, Rainer? ¿Les dará la belleza y perennidad que se merecen? En mí no son más que hojas caducas.
Pero literatura es, sobre todo, que usted y yo estemos siempre lejos, que nos estrechemos las manos entrelazando nuestras palabras. Buscándonos, escribimos. Afinamos nuestro lenguaje. Sé que para que el hechizo no se rompa, es necesaria la lejanía… Pero esta magia de la distancia no sólo la sentimos los seres humanos, aunque seamos los únicos que la narremos.
Le escribo una última historia. Hace poco caminaba yo por una plaza donde se alza la estatua de un poeta de los siglos pasados. Alguien había colocado un ramo de plástico en sus manos unidas, de modo que el poeta esculpido ofrece rezos en forma de flores. Cuando ya me alejaba, llegó una familia con un perro atado a una correa. Al ver la estatua, el perro se quedó inmóvil, como súbitamente petrificado, los ojos clavados en los de aquel ser al que ni tan siquiera el viento mecía los pliegues de la túnica; aquel ser tan extraño que no se agachaba para acariciarlo, que se había detenido para siempre a la mitad de un paso… y con el que, sin embargo, se identificaba de tal modo que permaneció largo rato así, convertido también en estatua, hasta que quién sabe qué lo hizo comprender que eso no era natural. Oh, Rainer, el perro comprendió entonces que aquella estatua merecía continuar su paso quebrado por el tiempo, de alguna misteriosa y profundísima manera lo comprendió y… rompió a ladrar, vibrando en todo su cuerpecito, moviendo rápidamente la cola, acercándose y alejándose con temor y alegría. Era la señal del reconocimiento. El perrillo presintió lo que tantos ignoraban, también la familia que sostenía, atónita, su correa. La estatua no era sino una sombra de alguien que se alejaba… ladraba contra ello, sus ladridos eran palabras de melancolía, pero también de súbito gozo por haber al fin encontrado un sentido. Y yo, Rainer, puedo decir que todo en mí se enorgullece por haberme sentido tan ligada a aquel perrillo, casi tanto como él a la estatua… tan unida yo a aquel pequeño ser que ladraba porque había comprendido. Ya que no podía llevarme el recuerdo escrito de lo presenciado, tomé una hoja de un árbol cercano y bajé apresuradamente la calle, con el ánimo turbado y en contradicción, porque un animal, en una plaza, frente a la estatua de un poeta, me había dado una lección que ningún congreso, ningún manual, ninguna investigación, ningún erudito podrá proponerse nunca alcanzar: me había enseñado lo que es el sentir literario.
Y ahora se lo cuento a usted porque… ¿no es la literatura ladrar contra el tiempo? ¿Contra ese paso petrificado en pleno caminar?
Mire, Rainer: no sé usted, pero yo, después de todas estas vueltas, tengo más dudas que al comienzo, porque al final sólo puedo ser sincera si le digo que para mí la literatura no es más que haber imaginado todas estas historias para no resignarme a la crudeza de que no exista ni usted, Rainer Maria Rilke, ni yo, Anita Forrer; de que no seamos más que ficciones creadas sobre papel.
¿Un espejismo es lo literario, entonces? ¿Un espejismo que se aparece en el horizonte de un desierto intolerable, bajo un sol infernal?
Me arrastro por estas arenas abrasadoras, Rainer o cualquier otro nombre con que se invoque a la bondad. Se arrastra un yo que desconozco y que se resigna a sufrir y a soportar la desdicha, y que por eso encuentra, no, crea para sí un oasis en la distancia que se aleja cuando más cercano lo cree. El sol acaba conmigo pero doy un paso más, y así seguiré siempre cruzando los siglos, porque a mí me impulsa a caminar ese oasis de blancas rosas de invierno donde usted, sentado en un banco, envuelto en su abrigo y con el bastón a su lado, imagino que lee esta carta. Alzo el brazo, el espejismo se aleja, pero no desaparecéis, las exigencias son mayores, debo cultivarme más, escribir mejor para alcanzaros, para sentir al fin la humana calidez de unas manos que, por una vez, no sean hostiles. Y en la esperanza de este abrazo, mis dedos se hunden en la arena donde hace un momento florecía el oasis. Aquí hay una catedral enterrada. Una guirnalda de rosas de piedra está esculpida en el vano principal.
¿Será esto, todo esto, la literatura? Quisiera que viera usted ahora mis ojos llenos de esperanza, Rainer.
Su Anita Forrer
—
Carta apócrifa de Anita Forrer
escrita por Marina Eiriz, lectora de su correspondencia
con Rainer Maria Rilke
publicada bajo el título Cartas a una joven poeta
(errata naturae, 2024)
Las palabras literales de Rilke y Forrer
se incluyen entre comillas y en cursiva, respectivamente.