La Última Pesadilla
José Ignacio Hernández
Me llamo José Ignacio Hernández, tengo treinta y cinco años. Vivo en Mendoza. Me dedico a escribir. Esa es la forma correcta de decirlo. Pero, en realidad, me dedico a ganar la mayor cantidad de tiempo posible para escribir. El año pasado dejé mi carrera de Medicina porque la escritura tomó un lugar muy importante en mi vida. La decisión, a pesar de todo, fue para mí espontánea, natural. Tuve un momento de duelo por la carrera que dejé, es verdad. Pero tampoco puedo decir que escribir me haga feliz. El impostor me pisa los talones. Sólo puedo saber que mi tiempo tiene un límite y escribir es todo lo que quiero hacer. Hay una frase, creo que viene de una canción, no recuerdo, que dice suddenly my life doesn’t seem such a waste. Eso es lo que siento después de escribir.
Muchas veces se habla sobre el placer de la lectura. De los lectores hedonistas. Del disfrute de la lectura. Aunque entiendo la idea, no puedo decir que no me produzca alguna disconformidad. Pienso y me pregunto si acaso el acceso a la lectura y, por ende, a la literatura, debe ser siempre por el mismo lugar. Por el mismo camino. Creo que no. Cuando miro mi vida, creo que también existe una llegada a la lectura desde la desesperación. La lectura como el último intento de un niño que necesita ser más grande que sí mismo para superar sus problemas, sus preguntas y sus dudas. Leer no es necesariamente un acto hedonista. Puede ser, perfectamente, una forma de sobrevivir. Quizá pueda parecerse, como en Continuidad de los parques de Cortázar, a ese momento idílico, con un sillón de terciopelo verde, entre robles y humo de cigarrillo. A veces sólo hay baldosas frías y un libro con los diálogos de Platón y nada más. Este aspecto de la lectura es importante para mí, no porque hoy no pueda disfrutar verdaderamente del acto de leer, sino porque me muestra el camino que quisiera seguir para mis textos.
De hecho, disfruto mucho cuando leo. Pero soy devoto de las lecturas incómodas, de aquellas que me desafían. Mi proyecto como escritor es, entre otras cosas, proponer al lector un desafío como una forma de respetarlo. No hablo de desafíos necesariamente epidérmicos, sino sobre ideas y la búsqueda de sacudones epifánicos.
Creo en la importancia de dejar que la escritura siga su curso. Desprenderme de la idea de una literatura correcta. ¿Qué es, al fin de cuentas, una literatura correcta? ¿Dostoievsky, con sus finales novelescos –nada más alejado del knockout que mencionaba Cortázar– escribía cuentos correctos? ¿Podemos decir que los cuentos de Borges son correctos? ¿O que el Ulises es correcto?
Un cuento es como el mundo y, como tal, dialoga con otros mundos. Decir mundo abierto, o universo abierto, es tan innecesario y redundante como decir blanco blanco, o azul azul. De la misma forma, me cuesta aceptar la noción de un universo cerrado. Para Mahler, una sinfonía debía ser como el mundo. Para Kubrick, una película era como el mundo.
Quizá estas ideas son sólo indicios de indicios que no llevan sino a algún nuevo recoveco de la misma soledad del escritor. Intentamos inaugurar nuevos templos, pronunciar las palabras justas. Pero siempre llegamos después del fuego. La vida de un escritor es, al fin de cuentas, una ruina circular.
La Última Pesadilla
Algo debió haber escuchado el Moro para descarrilarse así. Un tobiano de semejante racha no confundía, a esa altura, su carrera con el devenir humano. Advirtió la conciencia trémula del jinete, su respirar entrecortado, las piernas inquietas esculpiéndole el vientre con los estribos. La orden de escapar no pertenecía a su sangre. Él, que siempre había dominado el mundo desde su montura, elige otra fuga. Imagina un lugar, entre tantos, que no puede ni sabrá explicar. Pero ahí está, a mitad de camino sobre una escalera. Los pies dispersos entre dos o tres peldaños. Recuerda por un momento el impresionante peso de la daga, mucho mayor que el de esa brocha tosca que ahora sostiene. Abre una hoja de la ventana para darle una pincelada. Inesperadamente, su mirada se encuentra con un más allá –cualquier más allá– en la profundidad incierta del cielo.
La luna asoma como una sombra. Está de rojo. El cielo ya no es el mismo. Ese rojo de guerra lo persigue. Entiende que este lugar, aunque real, tampoco será el suyo, que la desesperación es injusta. Peor que el desenlace de la muerte es la deshonra de tener que huir. El pincel se desploma, las piernas lo conducen hacia el final de la escalera. En un instante borroso, su caminar se confunde con la marcha sinuosa del Moro. La caída, como el susto, es inminente, cuando un lanzazo le silencia el cráneo para siempre. El golpe parece despejar su memoria de toda duda como para causarle algún dolor. Escucha un grito y grita…
Siente su cuerpo indemne tendido en la penumbra. Piensa en el pincel y en la visión. Pero sabe, sin arrepentimiento, que ya es demasiado tarde. Esa lanza, forjada con hierro de una espada ajena, ya ha sido escrita. Los metales de otras manos encierran claves que fragmentan el recuerdo. Afortunada la hora en que un hombre, tan cierto como la historia, labra con la memoria de sus sueños una herida en el mundo de los vivos. El batiente abierto –filoso destino del autor que sentenció la afrenta– permanece en posición, silenciado en su porvenir. Aguarda el pecho o el rostro que Efraín Tadeo, en su última noche, le ordenó vengar.