Jordy Liñan Garay
Jordy Liñan Garay (Lima, 1993). Poeta y cuentista peruano. Siempre cuenta que su gusto por la literatura surgió por escuchar a Joaquín Sabina y por un profesor de la secundaria que le transmitió su amor por los libros.
Tiene un poemario cuya publicación será anunciada en los próximos meses y, según comenta, este año muchos de sus textos verán la luz.
Escribe profesionalmente, trabaja de manera independiente y considera que el arte es la máxima expresión de libertad.
Los días contrarios
Dagendo estaba frente a Dagendo. Se miraban como si el uno fuese el legítimo reflejo del otro, como si el primero fuese idéntico al segundo. “¿Será posible tanta semejanza entre aquel hombre que me observa y yo?”, se cuestionó a sí mismo Dagendo de la esquina izquierda. El otro, sólo veía directamente a los ojos del hombre que poseía iguales características físicas a la suyas. Su expresión inmutable y cuerpo carente de movimiento, infundían un ligero temor en Dagendo de la esquina contraria. Esa vacuidad contenida en sus ojos, que se extendía a lo largo de su cuerpo, le provocaba alejarse, y al mismo tiempo, lo detenía, pues estaba seguro de que había una explicación razonable para este suceso. “¿Y si se trata de una idea concebida con perspicacia? Quizá se trate de un montaje y estoy siendo grabado sin mi consentimiento. Qué idea más descabellada”, pensó, sonriendo brevemente. Luego concluyó que se trataba de un hecho puramente imaginativo, atribuido a la Nada. En efecto, podría considerarse todo como una ficción, pero su sentido común le daba a entender que era una consecuencia real de un episodio de su infancia. Habían transcurrido veinte años desde que el pequeño Dagendo injurió a su reflejo por primera vez, al descubrir que existía. Por entonces, ya había aprendido a leer, y su padre, un vendedor de antigüedades, había traído a casa un espejo de finos acabados, muy hermoso, que vendería a uno de sus clientes predilectos, apenas regresara de Alemania. Así que el espejo permaneció allí durante tres largos meses. Dagendo nunca analizó el porqué de su odio hacia su reflejo. Por lo general, cuando se ve reflejado, desdeña la imagen y sigue de largo. Una vez, tras una discusión con su jefe de área, fue directamente al baño y gritó: “¡Maldigo a ese ser idéntico que está allí! ¡Ah, imitación constante! ¡Ah, injuria repetida!”, e impactó su puño furiosamente contra el vidrio. La sangre caía a chorros sobre el lavadero, y él observaba todo detenidamente para no olvidarlo.
Era una mañana álgida y gris, como el común de las mañanas de Lima. Dagendo tenía prisa por llegar al trabajo. “Dios. Un cuarto para las siete. Tengo que apurarme”. Desayunó apenas, metió todos sus documentos en el maletín y salió como un rayo para tomar un taxi. “Es taxi o llegar tarde. Ni modo”. Llegó al cruce de las avenidas La Castellana y Castilla y esperó en la esquina, junto a otras personas que repetían la misma rutina. Tras unos minutos, todo se despejó. Las calles estaban vacías, como si el mundo hubiese dejado de existir. Todo gris, todo inerte. Y como Dagendo siempre andaba metido en sus pensamientos, ni siquiera pudo darse cuenta de cómo se había originado este acontecimiento onírico.
—¡Por Dios! ¿Estoy viendo mal? Eso me pasa por mandar a la mierda al psiquiatra y no tomar la medicación que me recetó —dijo Dagendo, jalándose el cabello con las dos manos—. ¡Hola! ¡Hola!
Pero era inútil, porque Dagendo de la esquina derecha parecía un muerto en vida, y el otro, sólo hablaba incansablemente, le reprochaba cosas, le injuriaba. Parecía un acto de psicoanálisis frente a sí mismo. Posiblemente, ocurría esto por las deudas abrumadoras y la muerte reciente de su único hermano (“nunca amé a nadie más”, se decía, entre llantos); sin embargo, nunca intentó acercarse para tocarlo y sentir su presencia física. Tenía la impresión de que el miedo lo paralizaba y enraizaba sus pies con el suelo. Y él sólo miraba, casi vencido. “Esa imagen silenciosa permanecerá allí indefinidamente. Algún día recobrará el conocimiento y se sentirá libre, y será dueño de sus actos y pensamientos. Será independiente, al fin, de su vida. Entonces, comenzará a sentirse único porque no volverá a compartir su vida conmigo. Yo que lo repudié siempre, desde su primera aparición, y a diferencia de otras personas, que suelen tener un trato amable con su reflejo y que incluso tienen una complicidad que cesa sólo con la muerte, yo me caracterizo por ser único, por no tener a alguien igual a mí”. Y concluye: “Y es que nace el reflejo cuando el hombre, inesperadamente, se enfrenta por primera vez a ese cristal impenetrable del espejo”.
Poco después, Dagendo de la esquina izquierda volteó para verse en la mampara de la cafetería y no halló nada. Sólo estaban los objetos comunes de su alrededor. Una lágrima cayó inevitablemente hasta tocar su camisa, apretaba los dientes y su barbilla temblaba. En el vidrio, había un cuerpo ausente, una existencia irreflejada. Inmediatamente, dedujo: “El hombre de la mirada vacía está ahí, pero no es más que la imagen de un hombre que perdió, en una mañana lluviosa, su reflejo nunca adorado”.
Caminó para continuar con su rutina, desconcertado aún, y no tuvo la intención de voltear siquiera para verlo por última vez. Frente a la esquina inhabitada, se mantuvo el reflejo, observando, como desde el principio, la imagen auténtica de Dagendo Parbac.