Una taza de café lo cambia todo
Javier Calero Guillén
Javier Calero Guillén (Managua, 1989).
Estudió ingeniería civil en la Universidad Nacional de ingeniería, Nicaragua y actualmente cursa el diplomado en Escritura Creativa de la Universidad Veracruzana, México.
Reside en Guatemala, luego de algunos años viviendo en Islas Vírgenes Británicas, El Salvador y Haití. Ha publicado sus textos en revistas digitales en español e inglés. Es también parte de los equipos de The Dried Review y Palette Poetry, dos revistas literarias en inglés.
En sus tiempos libres además de practicar yoga y capoeira, realiza traducciones de poesía y es voluntario en el equipo de traductores de TED.
Una taza de café lo cambia todo
Él entró a su casa, tocó su bolsillo vacío y sonrió, pero no con alegría, sino con esas sonrisas que podrían ser reemplazadas por respirar y voltear los ojos, ese tipo de sonrisas. ¿Tenía que ser justamente eso lo que haría que esta mañana no fuese una mañana igual que las otras?
Su hermana se encontraba ya en la pequeña mesa de la cocina, sorbiendo de la taza que tenía aquel aroma a café caliente. Nunca entendió por qué ella prefería el café al chocolate con leche que él hacía. Ella, como leyendo su mente, le replicó:
— Prefiero el sabor. Quizás deberías probar algo distinto. Si le pones más atención a mi taza vas a percibir notas dulces, que incluso alivian el paladar. No todo es acidez. Aunque hay tazas malas, amargas. No lo niego.
— No, gracias — dijo con desgano — Creo que mi rutina de todos los días lo que necesita es algo de sugarcoating para engañarme y que la haga más llevadera.
— Las tazas que tomamos no son tan distintas, aunque el resto del mundo no las quiera, o pueda, diferenciar.
— Tal vez — respondió tratando de hacer memoria donde pudo haberlo perdido mientras en automático tomaba la taza que ella le entregaba.
Y empezó a repasar mentalmente su recorrido de la mañana.
— Tomé la llave de la casa, pero tuve que regresarme, cuando estaba en la puerta, por mis auriculares. — esos auriculares que usaba los días para no escuchar el bullicio de la ciudad que despierta. — Luego salí por la puerta.
Recordó mirar los charcos en la acera, el cielo nublado y sentir el aire frío entrando por su nariz, invadiendo sus fosas nasales. Así como los aromas a vainilla y toffee las invadían ahora.
Saludó con una sonrisa forzada y un “buenos días, ¿qué tal todo?”, al tipo que cuidaba los carros en la calle. Como siempre, el “cuida carros”, lo quedó viendo con recelo y no le devolvió el saludo
— Le vas a dar una oportunidad al café — su hermana le sonrió, pero su voz tenía cierto tono imperativo.
— El cabrón siempre hace eso — pensó mientras sorbía de la taza — como si mi mera presencia le causara espanto.
Continuó repasando imaginariamente. Se vio colocarse los auriculares, presionar reproducir sin poner mucha atención a qué canción y playlist estaba en cola y echar a correr.
Avanzaba una calle tras otra, la ruta de siempre, con los personajes de siempre. Los policías que cuidan edificios para que no los rallen, pero no personas para que no las maten. Los que aún caminan con paso adormilado hacia la parada de bus, los que están armando su puesto de golosinas. Normalmente, todos ellos eran obstáculos en la ruta, pero hoy fueron, o quizás no fueron, hoy no fueron nada. Revoloteó entre ellos con facilidad, casi con gracia, como empujado por el mismo aire frío que le mordía las mejillas. Como el aire que escapó del pecho del vagabundo. Como los olores a canela y melaza que escapaban de los atoles que vendían en el carretón al lado del que quedó tendido sin aire y sobre cuyo cuerpo debió saltar cuando este se erguía. Hoy había ocurrido algo distinto.
Una ambulancia se cruzó con él. Decidió desviar su rumbo y seguir aquella sirena. Sabía que había una tragedia un poco más adelante, pero ¿por qué habría de ser un evento triste?
El vehículo se detuvo, los paramédicos, los curiosos, el periodista de nota roja, el bullicio. Nuevamente, revoloteó entre ellos, corriendo, haciendo salpicar los charcos con sus talones. Como la sangre salpicó el pavimento minutos antes y escurrió sobre la calle, sedosa, suave y tibia. Como el líquido que ahora escurría sobre su lengua y garganta mientras recordaba la escena observada minutos antes. Sí, así parecía ser la sangre del que cubrían con la fría manta antes de retirarle, del que por un segundo lo miró, ¿lo miró?
— ¿Deberíamos seguirlo? — preguntó el del accidente mirando con disgusto su camisa manchada.
— Supongo, desde el parque venimos corriendo juntos. — contestó el otro con su ropa raída y sucia.
Qué recorrido tan peculiar — pensó — y recordó detenerse en una esquina. Una mamá se bajaba del carro y despedía a sus hijas. Era la primera vez que la hija mayor conducía sin que ella la acompañara. Recordó mirarlas a las tres mientras se estiraba un poco, contrayendo y extendiendo los hombros, como si sus omoplatos no conocieran la gravedad y flotaran relajados, tal como lo relajaba el líquido que ahora degustaba.
— ¿Veredicto? ¿Tiene o no sabores más complejos de lo que pensabas?
— Tenés razón pero…
La señora entró en el edificio, el vehículo con las chicas reinicio la marcha. Él, solo sonrió y retomó su carrera ya próxima a terminar. Un bocinazo, un golpe sordo, un crujido de latas.
— No se preocupen por su mamá, va a estar bien. Vengan con nosotros — dijo aquel que nunca fue nadie, sino calle, sino olvido.
— Pero no tenemos puesta ropa para hacer ejercicios y además ya vamos tarde para que mi hermana llegue al colegio.
— Ninguno tiene puesta ropa para correr, no se preocupen por eso.
— Y por el colegio no se preocupen — se entrometió el que había salido como una nota más en el telediario — Yo iba camino al trabajo y ya ven que ahora estamos en otro asunto.
— ¡Vamos! — Le dijo la más chica tirando el brazo a su hermana mayor.
Recordó que la canción se había quedado, por algún error del teléfono o de la app, en un loop infinito y sonaba en sus oídos mientras corría aquella mañana. Resonaba en su cabeza, en su cabeza y su cuerpo. Lo hacía sentir como si su cuerpo y la música fuesen uno. Sus pies hacían contacto con el suelo húmedo al ritmo de la música y sus metatarsos le impulsaban hacia adelante, cada vez más ligero. Cada vez más ligero, la música cada vez más absorbente.
— Es como nuestros asuntos. Ni siempre los sueños son dulces al paladar, ni es siempre la muerte toda amarga.
No contestó. Seguía recordando. En algún momento, mientras corría, dejó de escuchar lo que pasaba alrededor. No escuchó las cacerolas con aceite que caían sobre el empleado descuidado del restaurante, o el disparo que sellaba el cambio de propietario de un smartphone, o al migrante que entre sollozos se daba cuenta de que no vería el norte. Sus pasos no martillaban el duro concreto, sino que remaban gráciles en el aire, por encima de los árboles, arrastrando a varios, arrastrando a otros más. Así como el vapor, que al flotar, arrastra aromas de una taza, arrancándolos a la fuerza.
Un teléfono cayó desde el cielo y se partió. La canción dejó de sonar.
— Entonces así fue, ahí fue donde lo perdí — dijo mientras vertía el contenido de la prensa para servirse una segunda taza.
— ¿De qué hablás?
— Del teléfono, lo perdí esta mañana. Pero igual, ya era su hora. Iba a necesitar cambiarlo.
Caminaron hacia la pequeña terraza mientras tomaban sus tazas y se sentaban uno al lado del otro.
— Hoy los que corrían conmigo iban sonriendo, todos. Como si te siguieran a vos y no a mí. Como soñando.
— Por algo los humanos nos llaman a ambos descanso. Aunque a vos te agreguen el adjetivo de eterno.
Y así continuaron bebiendo. Igual que cualquier otra mañana de otro noviembre más, algo fría, poco más fría que la mañana de ayer. Otra mañana más, otra iteración más entre la muerte y el sueño.