Eddie Vélez Benjumea
Eddie Vélez Benjumea, 1993. Caldas, Antioquia (Colombia). Es escritor, poeta y periodista. Autor de los libros: «Diccionario Mutante n.o 3 ‘Se dice de mí’» (Secretaría de la Juventud de Medellín, 2019), «Inmarcesible» (ITA Editorial, 2021) y «La vida en un soplo» (Incógnito Editores, 2022). Escritos suyos han sido incluidos en las antologías «Letras y versos» (Colombia, 2020), «Estancia vieja, vínculos y encuentros» (Argentina, 2021), «Mixtu’ y Feles» (México, 2021), «Revista Azahar — N°116″ (España, 2022)», y «Ficcionales» (Perú, 2024). Asimismo, ha colaborado en medios informativos y culturales como El Espectador, La Cola de Rata, El Colombiano, La Oreja Roja y Las 2 Orillas. En 2021 fue reconocido con el III Premio a la Excelencia Literaria César Vallejo-UHE (Lima, Perú). En 2022 obtuvo la II mención en el XXV Premio Latinoamericano de Poesía Ciro Mendía (Caldas, Antioquia), con su obra «Madremonte en olvido», bajo el seudónimo japonés Haruma Shimizu.
Leer a Baudelaire
Cuestionarse sobre por qué leer a Baudelaire es preguntarse por qué leer poesía. Al menos, y para colmo de quienes reniegan de su literatura, que han de ser poquísimos, y, a su vez, rarísimos y superfluos, leer a Baudelaire es darse cuenta de que la música y la pintura están, y no discretamente, adheridas a la palabra como una cuestión homogénea.
¿Por qué se lee poesía en la actualidad? La pregunta debería ir por otro camino. Más bien, ¿por qué no se ha dejado de leer poesía? La respuesta, que me parece condicionante, es que sin el autor de “Las flores del mal” un Verlaine, un Rimbaud, un Lorca habrían sido, qué sé yo, piratas, traficantes de armas, pianistas. Y no tal vez continuadores de la palabra maldita que hoy nos subyace como un destello al final del túnel. La palabra palpada. La voz necesaria. Esa purga específica que nos muestra que la belleza y la esteticidad de la humanidad requiere siempre de una mano hacedora, pecaminosa, intérprete, y que vaga porque a eso se vino al mundo: a errar.
Por otro lado, el Surrealismo, naciente del Simbolismo Francés, esa corriente no habría visto la luz en un mundo sin Charles, en una época distante de su apreciación y goce de la vida. Según Carlos Ayala González-Nieto, prologuista de la obra cumbre de Baudelaire, en la edición de 1970 de Círculo de Lectores, la poesía posterior a esta no sería como hoy se pinta si “Las flores de mal” no hubiese existido.
Baudelaire no era consciente de eso. Consciente del estallido inconmensurable que le causaría al género poético hoy en día. Del golpe al status quo que hoy nos complace en la libertad de la palabra. Sin el poeta de las flores marchitas yo escribiría más, por ejemplo, para otros que para mí mismo. No sería capaz, además, de conservar y, posteriormente, soltar las ideas a través del sentimiento. Palpar esta palabra que me habita a través de la emoción. Esclarecer y elevar universalmente lo que para otros puede ser llano y de una estética cuestionable.
Pienso en aquello que nos hace hervir la sangre con tanta corpulencia y estilo, someramente al leer a los poetas contemporáneos, e independiente de la región que lo ubique: la palabra como traducción de lo que ve el poeta. El poeta es un traductor. Siento que Baudelaire ha calado sin intervención de ninguna frontera. Que, por el contrario, la poesía se ha tomado su brazo y ha navegado aguas que no son de la palabra precisamente. Baudelaire, el destructor de las formas clásicas de la vanguardia.
Entonces me permito pensar que esto, como una cuestión verdadera o válida, si acaso, nos es dado porque, como alguna vez planteó Nabokov: “Todo gran escritor es un gran embaucador, como lo es la architramposa Naturaleza. La naturaleza siempre engaña”.
Así que Baudelaire es un enorme tramposo. ¡Y cómo nos gustan las mentiras para sobrevivir a la odisea de vivir! Me quedo, pues, con que la palabra como artificio es necesaria para escapar de la levedad del ser. O inquiriendo un sentido menos literal y más metafórico:
necesitamos el engaño para vivir
[cuerdos
como el aire para seguir
[respirando.
Puedo leer poesía, porque las palabras me palpan a Baudelaire en cada poema reciente.
Pizarnik alguna vez sirvió de altavoz a las palabras de Artaud, quien en alguna de sus correspondencias, desde el asilo de Rodez a Henri Parisot, descifró la relación infranqueable entre escribir y vivir: “Quiero que los poemas de François Villon, de Charles Baudelaire, de Edgar Allan Poe o de Gérard de Nerval se vuelvan verdaderos, y que la vida salga de los libros, de las revistas, de los teatros o de las misas que la retienen, la crucifican para captarla, y que pase al plano de esta interna imagen de cuerpos…” (citado por Cortázar, 1994, p. 155).
Así como la naturaleza, que se me sale de las manos cada vez que intento atraparla en un poema. Así de grave es este asunto de la lectura maldita.
Por ejemplo, el domingo de misa estaba yo leyendo la obra magna del protagonista de este artículo, cuando, como por presagio, le paso el ejemplar a David Marín Cano, amigo poeta y vendedor de mangos, y que comienza a recitar las “Letanías de Satán” en voz alta. “Apiádate de mi larga miseria”, recitaba. Y que en cada estrofa, al terminar, volvía a aparecer como canto religioso. Entonces, alguien en la calle se acercaba, pero no a preguntar por qué David estaba leyendo tales palabras, sino para saber el valor de los mangos. Y que se lo vendía sin discusión. “¿Qué pasó ahí, David”, le pregunté. “Oíste, Eddie, muy charro”. Y retornaba a su lectura. Recuerdo unas siete veces, creo, en las que el poema era interrumpido por la naturaleza de la gente. Tal vez demasiado blasfemo para dejar que la lectura se hiciera, pienso.
Dejando la mística de lado, creo que era la hora, el lugar, el clima, el día, la gente que, con una completa sincronía, decidieron todos dejarse llevar por las influencias del poeta-vendedor, por el repudio a la palabra vetada, por la saturación romántica de los domingos, para acercarse y calmar la sed. O algo así, pero lamentablemente no de poesía.
Leer a Baudelaire, entonces, es leer la vida con los ojos de lo fundamental. Es darse el privilegio de saber que, por lo dicho de González-Nieto “escuchar a Baudelaire es descubrir que por encima del poeta, incluso, y muy dentro de él, había un hombre, que más que ningún otro, había nacido para amar y para sufrir”.
Todo esto me lleva a pensar que la misión del poeta es equiparable, en metáfora y no en un sentido práctico, al juicio de Baudelaire tras poco tiempo de publicar “Las flores del mal”: ser enjuiciado por la dirección de Seguridad Pública por “ofender la moral pública y religiosa”. Leer a Baudelaire para tener la seguridad de que leyéndolo vamos a abrir los ojos. Leerlo para dinamitar la moral, que no existe. Leerlo para hacerse uno con su tedio. Leerlo para convencerse de que el mal es, no solo ambiguo, sino huérfano y, por lo tanto, desamparado. Leerlo para brillar por los excesos, que son nuestro pan de cada día. Leerlo para, como bien tenía de objetivo, alcanzar no sé cuál iluminación (que es poco en lo que no concuerdo con su tésis; pienso que el poeta no es un iluminado como tal, sino que, en su muy afán de inmortalidad, es un decadente que mira el borde mientras cae los despeñaderos del abismo, y en esa trayectoria le es dada la voz para traducir el mundo como último poema). Leerlo, sí, para cuando caiga el poeta seguir siendo igual de inútil. Leerlo para conocer la sutil y elegante oscuridad de la abnegación. Leerlo para entender que la palabra, que es un cuerpo, que tiene pies y tiene manos y tiene ojos, puede huir para traducirse en otros códigos como la música, la pintura, el baile y otras metamorfosis. Leer a Baudelaire o la orfandad. Por lo que intuyo lo siguiente:
¡La palabra es anatómica! La palabra es un sistema óseo al que se le debe agregar los nervios, encima otros tejidos, algunos ganglios, las venas y arterias, los músculos, la piel, los vellos, el cebo. La palabra es un Moderno Prometeo. El poeta es como el cebo de la piel. Asimismo, la palabra puede diseccionarse; puede coserse a puntadas para no desangrarse; puede ser adicionada con otras cosas; puede desmembrarse; puede sobrevivir a las suturas, a cuerpos extraños, al tiempo; puede nutrirse. Leer a Baudelaire es nutrirse si se hace despojándose de los dejos de la vanguardia.
Sin embargo, y hago hincapié en esta orilla, leerlo a él, como leer a Rimbaud, leer a Pizarnik o leer a Andrés Caicedo, debe hacerse con un arte de protección contra la lectura somática. Fungir el papel de lector somático, al adentrarse en estos tipos de autores, podría traer contratiempos para los que no hay Absenta que valga.
Así pues, con este fragmento de uno de mis poemas favoritos de “Las flores del mal”: «El gusto a la nada» , concluyo lo que quiero dejar como préstamo temporal del poeta a las próximas generaciones de intérpretes:
«(…) El tiempo me devora minuto a minuto,
como la nieve inmensa a un cuerpo envarado;
contemplo desde lo alto la redondez del mundo,
y no busco en él de una choza el amparo…»
El poeta es un intérprete | Eddie Vélez Benjumea