Andrés Rodríguez Pérez
Andrés Rodríguez Pérez (Madrid, España, 2000) es un estudiante, scout y escritor. A pesar de su formación en Relaciones Internacionales y Política Internacional, su pasión por la expresión lírica precede a aquella de corte académico, tan propia de las ciencias sociales. En efecto, comenzó a escribir seriamente a los catorce años, inconscientemente buscando una voz poética que años más tarde quedaría reflejada en su primer poemario, “Capitán Náufrago” (2023). Fue primer premio en la I Edición del Concurso de Poesía Juan Ramón Jiménez de Alcorcón (2017) y ha escrito para la revista PRISMA UC3M (2020-2021) y el think tank The Security Distillery (2023). Más recientemente, ha publicado el chapbook “Áphatología: diccionario de palabras intraducibles” (2024). Sus textos más recientes pueden encontrarse en la cuenta de Instagram.
Refugio
Yo, que apenas soy armazón raquítico,
adversario de lo estable,
todo huecos y rotos
y clavarle agujas a la noche fría;
yo, pasillo o trastero
o marco sin su puerta,
arañazo en la madera
y polvo acumulado;
pálida luz, cerrojo de cartón,
eco en la esquina,
tembleque del delgado ventanal,
muchacho cerilla,
yo, aun con mi techo endeble
y las goteras de entre mi costillar,
te prometo siempre un donde,
te ofrezco mi talle como espacio
cálido y seco y salvo
y adornado con mis taras
para que puedas dormir al son
de la tormenta que pretende amedrentarte.
[Iconoclastia como nuevo comienzo]
El paisaje entero bombeaba agua salada
por las extensiones de asfalto y de hierro,
las amapolas lloraban cobalto acompañadas por el canto
de los maletines presurosos y las desenredadas
cadenas de los diales de las bicicletas;
el reloj, el artefacto explosivo del tiempo, el reloj
empujando las horas hacia la izquierda y los minutos
hacia abajo, lentamente, a trompicones, con dulce arroje,
mientras las zarpas del frío desgarraban el aire.
Volaban los papeles de las manos de los incautos,
tales manos, tales arrugas,
se abalanzaba la cafeína de la tierra al periódico,
y en las pestañas de la rivera doblaban el barro las piedras.
A través de la tos oxidada del mármol
entrelucía la sangre de sus venosas líneas de falla.
Se zarandeaba con sus asperezas el borracho de la esquina
al saber que de improviso había contraído la enfermedad
en su puño, que la había estrangulado hasta la saciedad
y la había desprovisto de la hiel del ayer, con destreza,
con agarre zafio y letal, acaramelado y desinteresado,
y el cálido vino regurgitaba las historias de amor que llevaban
años muertas y heladas bajo los cimientos
de cada edificio de cada manzana de cada distrito. Rodaban las vocales
que desprendían las nubes, se resbalaba por las aristas
de los rostros de los viandantes el perpetuo nada,
y en una esquina los muchachos jugaban a apalear y machacar
los cristales de los grilletes y las fotografías fugaces, transitorias,
prendiendo fuego a los sueños y los miedos
que habían engendrado al despertarse, sin olvidarse de devorar
las cenizas y las astillas y los clavos y los guijarros
para poder ser profetas de un nuevo renacimiento a la mañana siguiente.
Las mujeres blandían su porvenir cual fuego fatuo,
eran raíz y tronco y hoja y fruto,
y los microchips y los granos de la sémola de trigo
eran tan inmensos como el canal para el perro que
emerge varado en mitad de su curso y busca un amo con quien bailar.
Los carteles de la autopista clamaban al amor,
clamaban al amor los carteles y las ametralladoras de los cuarteles
que no conocían caricia ni abrazo ni más
que su patético orgasmo tremulento. Las cartas
abofeteaban las mejillas de las estatuas
al flotar por el viento, de nuevo los incautos y tarados a la carrera
tras de ellas, tratando de reanudar palabras con cordones y cables;
y cedía la valla, sin llegar a dejar paso, acaparando con recelo
el callejón de ladrillos desdentados.
Por su parte, los niños seguían
metiendo las manos en fotografías y vaciándolas,
limpiándose la tinta en los pantalones,
relamiendo las historias y escupiendo otras nuevas
al interior del papel; desempolvaban sus garrotes,
y vuelta a la carga contra las estatuas, y las bicicletas,
y contra las puñeteras tazas de café para llevar,
golpe tras golpe a su realidad de cartón piedra,
sangrando lágrimas de esfuerzo.
Y en su demolición reconstructiva,
vaciaban los cajones dorados, incrustados en joyas y etruscas baratijas,
de los viejos reyes cuyos nombres ya no resonaban en el aliento del pueblo.
Una nueva Historia se avecinaba, una novedad cotidiana
restaurada con cada amanecer.
Volvía a estremecerse la columna vertebral de nuestras metrópolis
y la vidente lavaba los hogares con una canción.
Giraba con bamboleo de moneda indecisa
el presente en un frágil eje, suspenso entre dos paradigmas.
En su seno, allá lejos, en ese momento congelado,
aún se pronuncian las palabras de aquel despertar colectivo.
Una brava apuesta se balancea sobre los colmillos del futuro.
Contrincante
Contrincante, ¿qué te hicieron?
¿Qué te hicieron, contrincante?
Sigues avanzando, pero
no sabes si hacia adelante.
Contrincante, ¿qué te hicieron?
Se llevó tu risa el aire,
entre la presión del pecho,
la penumbra de la tarde.
Frunces más y más el ceño
de tu agostado talante.
Cafeinados traqueteos
te han robado tu desplante.
Marca el ritmo el segundero
de tu desaforado baile,
cada día un poco menos
distraído y elegante.
Odias cada breve aliento
que hiperventilas en balde.
Te desdoblas; en tu seno
eres hijo y eres padre.
Dudas de si será eterno
este lapso redundante.
Tu lucha no muestra efecto.
¿Qué te hicieron, contrincante?
Contrincante, ¿qué te hicieron?
¿Por qué cuestionas tu arte?
Tus parpadeos espesos
pesan más que lo que antes.
Te ha mermado este momento,
te ha hecho menos arrogante,
te ha amedrentado el tedio,
te ha ido ganando el desgaste.
Suplantó el desasosiego
tu papel de comediante.
Devoró todo, hasta el hueco
de tus sueños muertos de hambre.
Tu apetito por los retos
hiberna como cobarde.
Tu vocabulario lleno
de cinismo en cada frase.
Así no te sientes pleno,
falta vivir con carácter.
Lo guardaste para luego,
no recuerdas en qué parte.
Y esperas aún inquieto
a que tu fatiga acabe,
a dejar de verte preso
y despertar de este trance.
No te aflijas, compañero,
llevas ánimo en tu sangre,
saliste de derroteros
y de entresijos más graves.
¿Qué más da lo que te hicieron?
Lo importante es lo que haces.
La pelea, guerrillero,
es más tuya que de nadie.
Ningún esbozo de miedo
es capaz de devorarte.
Si aún sigues despierto,
aún puedes desperezarte.
Tus límites pasajeros
nunca te harán menos grande.
Blande tu lucha de nuevo.
Eres fuerte, contrincante.
Isquiotibiales
Te conozco por tus andares,
por la curva de tu espalda,
por los bajos de tu falda
que ondean como los siete mares
y flotan, indomesticables,
casi rozando tus sandalias.
Van susurrando represalias
tus contoneos condenables.
Y qué suerte de vendavales
los que tus piernas levantan.
Te diría que me encantan,
pero aún estoy en mis cabales;
pues, por mucho que te enfades,
sabes que te tengo calada,
que, aunque apartes la mirada
en cada pregunta que evades,
sé ver en tus ademanes
lo que tu conciencia trama.
Tumbada de nuevo en mi cama,
urdes en silencio tus planes.
Las palabras son triviales.
La verdad está en las andadas.
Mis dedos, de yemas heladas,
recorren tus isquiotibiales.
Hierbabuena y Malayerba
Hierbabuena y Malayerba
viven juntas en el prado;
sin que nadie las plantara
crecen ambas de la mano.
Hierbabuena es pura y fresca,
un espíritu brillante
de hoja curva y generosa
y de aroma refrescante.
Con su mentolado aliento
llena de armonía el aire,
y su toque cura nervios
y hace todo dolor suave.
Malayerba es virulenta,
en lo odioso se recrea,
incoherente y caótica,
desobediente y perversa.
Amenaza con la infamia
y, rebelde, se subleva
contra todo lo decente
para que nada florezca.
Allí donde resplandece
la bondad de Hierbabuena,
Malayerba, envidiosa,
el terreno pisotea.
Por más que una cuida el prado,
no consigue que la otra
deje de contaminarlo
con la bilis de sus hojas:
cuando Hierbabuena irradia
fortaleza y resiliencia
Malayerba lo contagia
de languidez e impaciencia;
Hierbabuena y su energía
traen la risa y la ilusión,
Malayerba emana penas
y esparce desesperación;
Hierbabuena hace suyos
el orgullo y la rabia,
dota a uno de dignidad
y a la otra de esperanza;
Malayerba los reduce
a egoísmo y arrogancia,
a resentimiento y cólera,
explosión que todo arrasa;
y si Hierbabuena insufla
confianza, fe y empeño,
Malayerba a cambio siembra
inseguridad y miedo;
de virtudes Hierbabuena
se nutre, y nutre al prado;
Malayerba se alimenta
de defectos y fracasos.
Todo lo que una cura
la otra lo hace pudrir,
y se enzarzan sus raíces
en una pelea sin fin.
Porque el prado es inmenso
y ninguna clama triunfo
absoluto: Hierbabuena
se enraíza en lo profundo,
y cree que si reconoce
los brotes corruptos, puede
arrancarlos todos, pero
Malayerba nunca muere.
Y yo miro el prado y pienso
si para otros merece
la pena esforzarse por
apreciar lo que en él crece,
pues confieso que hay días
que lo quemaría todo,
todo lo bueno y lo malo,
lo que amo y lo que odio,
y yo quiero cultivar la
Hierbabuena solamente,
de Malayerba no darle
ni una brizna a mi gente,
pero la maldita aguanta
a pesar de mis esfuerzos,
y me desvivo en demostrar
que no me define eso:
que soy más que Malayerba,
que hay algo puro en mi alma,
que, aunque a menudo aquello
que toco se desbarata,
sé también curarlo y cambiar,
ser mejor que quien fui ayer,
que aun haciendo mal las cosas
sólo quiero hacer el bien.
Y hoy riego a Hierbabuena,
y a Malayerba descuajo,
sabiendo que una es costosa
y otra resurge temprano;
porque soy dueño de las dos,
y de ello me enorgullezco,
porque crecen de la mano,
y de su mano yo crezco.